Desatar el incendio. Aplaudir el desastre. Trasladar, sobre caucho, apetitos de pústula. Prostituir los crepúsculos. Adorar los bulones y los secos cerebros de nuez reblandecida… Como si no existiera más que el sudor y el asco; como si sólo ansiáramos nutrir con nuestra sangre las raíces del odio; como si ya no fuese bastante deprimente saber que sólo somos un pálido excremento del amor, de la muerte.